sábado, 14 de novembro de 2009

Por un gran espacio europeo! ¡Sin libre comercio!


Si a Europa! ¡No a los eurócratas de Bruselas!
¡El continente necesita una nueva voluntad de potencia!
La juicio de Karlsruhe recientemente, a propósito del Tratado de Lisboa, tiene el mérito de la claridad: el “super-estado”, que nos tiene bajo su tutela, y que entre los gobiernos y los burócratas bruselenses roza la perfección, no es ratificable como si emanase de la voluntad de Dios. No estamos obligados a aceptarlo. Pero nos asalta una cuestión fundamental: la del futuro de Europa. El juicio de Karlsruhe no ha solucionado en modo alguno este problema, no ha aclarado si Europa y la eurocracia bruselense son una misma y única cosa.
Un vistazo al mapa, a las estadísticas, a las relaciones de fuerza y otros órdenes territoriales nos hace ver, sin rodeos, que los estados de pequeña y mediana dimensión territorial de Europa solo pueden frenar su pérdida de poder si actúan conjuntamente.  Otros hechos son igualmente patentes: los antiguos conflictos entre los estados europeos se atenúan gradualmente, emergen otros nuevos conflictos de intereses, pero ninguno de estos últimos es todavía primordial. Si se mide a escala global, las convergencias de intereses entre europeos prevalecen mientras que las divergencias pasan a un segundo plano.
Constituir una potencia hegemónica continental es una preocupación, incluso una pesadilla, que ronda desde hace mas de un siglo la política interna del subcontinente europeo, incluso aunque pueda parecer anacrónico frente a la dominación mundial estadounidense y a la aparición de nuevos polos de poder en Asia. Incidir en los conflictos internos en Europa y, por añadidura, incentivar potencias extraeuropeas, solo tendría una consecuencia: aumentar la fuerza de los otros y perpetuar el tutelaje de Europa.
La crisis financiera y económica, que golpea a todo el planeta, nos aporta algunos argumentos suplementarios a favor de la europeización de la política en Europa. Esta crisis ya ha permitido re-evaluar el fenómeno de la globalización. Aunque, seamos claros, no podremos deshacer las conquistas de la globalización, que comenzó hace mas de 500 años con el descubrimiento, la explotación y la colonización del mundo por las potencias europeas; sin embargo, la globalización no podrá continuar a ser una idea incontestable. A lo largo de estos últimos años, parecía que la labor principal de los estados consistía en una sola cosa: desregularizarse a sí mismos, renunciar a todas sus funciones de control y de dirección. Capitales y mercancías debían moverse con toda libertad; la vida humana, ella, debía reducirse a una existencia de “abejas necesitadas”, aceptando la flexibilidad, en competencia con sus homólogas ellas también alienadas en el mundo entero. Se planificaba una guerra de todos contra todos, ultima consecuencia de la victoria total del modelo anglosajón de librecomercio después de dos guerras mundiales y una guerra fría.
Aun hace dos años, no se hacia ningún esfuerzo intelectual para justificar ese modelo: tenia la legitimidad en él mismo. Aquellos que todavía osaban criticarlo eran tratados como incorregibles, reaccionarios, limitados, nacionalistas, anti-modernos, enemigos de la libertad, etc. Se les ridiculizaba. Y de repente, el peso de los hechos ha cambiado el juego. El ideólogo francés Emmanuel Todd, en “Después de la democracia”, constata “que habrá que o abolir el sufragio universal y renunciar a la democracia o limitar el libremercado, por ejemplo inventando fórmulas inteligentes de proteccionismo a nivel continental europeo, lo que implicaría cuestionar el sistema económico actualmente dominante”.
La proximidad conceptual entre el proteccionismo que Todd defiende y el bosquejo de un “gran espacio” continental del jurista alemán Carl Schmitt es bastante clara. Para la Europa actual, lo que está en juego no es solo la democracia sino el conjunto de las tradiciones históricas y culturales arraigadas en su territorio. Todo neo-proteccionismo europeo emergente no deberá limitarse únicamente al dominio económico. En los planos políticos y éticos, la lógica del librecomercio deberá ser estrangulada. Antes de nada, Europa deberá renunciar al universalismo de su discurso ideológico, banalizado sobre los derechos del hombre. Ese universalismo había acompañado la expansión económica y colonial de los países de Europa occidental pero ha alcanzado su limite hoy. Hoy, ese universalismo no sirve más que para una cosa: sobre el plano político, moral y jurídico, para dar un instrumento de presión potencial a culturas o religiones extraeuropeas, para que estas, en su momento, pongan en marcha una estrategia de expansión en Europa misma. En el plano de los derechos del hombre, Europa necesita un proteccionismo que llevaría a dar prioridad y protección a sus propios ciudadanos europeos en su “casa común”.
Es por eso que la Europa política del futuro debe edificarse sobre bases nuevas, históricas, intelectuales, culturales y espirituales. Porque ese universalismo puesto en practica por los eurócratas de Bruselas está ligado íntimamente a los mitos fundacionales de la Unión Europea. Esta, de hecho, considera que el año 1945 constituye un punto de partida histórico y que los Estados Unidos, en la forma del liberalismo y librecomercio que importaron en su celo misionero, han sido los salvadores de Europa…
Estos posicionamientos significan ipso facto fundar moralmente la Unión Europea sobre la victoria conseguida sobre el país que debió, debe y deberá contribuir más en las cargas financieras de las estructuras del gran espacio europeo y que constituye, de hecho, el país mas indispensable de todos en la formación de Europa. Por eso, todos los otros socios de la construcción europea llegan a considerar que las contribuciones alemanas son “reparaciones” que paga a causa de la Segunda Guerra mundial en lugar de considerarlas como inversiones para un futuro común donde, ellos también, tendrían la responsabilidad y el deber de contribuir en pos del interés colectivo.
En Alemania, este malentendido ha llevado a un gran cansancio respecto a Europa: los alemanes, de hecho, se sienten explotados; tienen la impresión de que se les maltrata, que se les exige demasiado, mientras que la élite que dirige su país acepta por ellos el rol de único financiador para mantener la cohesión mientras que esa élite misma ni siquiera es capaz de crear iniciativas políticas a favor de Europa. Los alemanes han enmendado su pasado hasta la saciedad, controlados por loqueros para que no sea posible ningún movimiento nacionalista: los otros socios de la UE, en esta materia, han hecho demasiado poco.
La distancia temporal que nos separa hoy de los hechos de la Segunda Guerra Mundial debe llevarnos a interpretar la tragedia europea del siglo XX como una autodestrucción colectiva, ¡donde todos tienen parte de culpa! Esa autodestrucción proviene de errores de juicio sobre la situación real de Europa, en el seno mismo del continente y fuera de él, sobretodo en la evaluación errónea de la influencia global que ejercía el Viejo Continente. Los beneficiarios de esos errores de juicio han sido la Rusia soviética y los Estados Unidos, dos potencias externas al espacio europeo. Si una nueva tragedia de la misma amplitud debiera golpear mañana a Europa, otros obtendrían beneficios y las consecuencias serían, esta vez, irreversibles.
Si Europa no formula rápido una voluntad de potencia común y la defiende de forma creíble, no podrá oponerse al modelo de librecomercio actual. De hecho lo contrario se vislumbra en el horizonte: cómo los mitos fundacionales de la UE son una fatalidad, estos invitan a las potencias exteriores a apoyar y favorecer las tensiones interiores en Europa, a explotarlas, a perennizarlas. Detrás del acuerdo británico sobre la adhesión turca se perfila la intención de reducir la idea europea a una simple aceptación del librecomercio: Europa no sería entonces un bloque geopolítico autóctono, estructurado entorno a la identidad autóctona, sino una zona de librecomercio. Polonia, la República Checa o Italia apoyan, ellos también, el deseo de los turcos de adherirse a la UE, se regocijan del golpe de Jarnac que infligen a Alemania y se jactan de ser los compañeros más leales de los Estados Unidos, proporcionando al mismo tiempo a estos, una especie de palanca de Arquímedes para dislocar la unidad europea.
Una Europa que se cimentase en nuevas bases políticas y espirituales, que considerase que sus formas culturales y sus formas de vida valen la pena ser protegidas, una Europa que se mostrase preparada para  su defensa, sería, a los ojos de los alemanes, un objetivo digno de ser realizado y justificaría los pagos desproporcionados que pagan por la construcción europea. Pero, en ese dominio, no nos debemos limitar solamente a las cuestiones financieras.
Es por eso que debemos decir “sí” a Europa y, en algunas condiciones, a la UE, pero únicamente si constituye una tentativa de dar forma al continente. Pero debemos decir “no”, y de forma decisiva, a la dominación de los burócratas y de los ideólogos fatuos que pontifican en Bruselas.


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